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Mi calle, añoranzas urbanas

Ni por antojo se me ocurriría a mí comparar mis palabras con aquellas a través de las que, aquel Antonio, añoraba un patio de Sevilla; ni siquiera mi vecino el naranjo con su patio donde maduraba el limonero, pero sí los recuerdos. Los recuerdos son iguales para todos, y sobre manera aquellos que nos transportan a la niñez y la juventud.

Yo pasé mis años de infante, niñez y juventud en la calle Naranjo. Desde aquel lejano mayo del 55 del siglo pasado, y lo pongo así para que parezca más de lo que es, salvo algún periodo de internamiento escolar y contadas excursiones por el mismo motivo, mi calle y sus alrededores eran al principio mis lugares de correría; a medida que se van cumpliendo años el espacio se va ampliando, hasta que un día por los motivos que todos sabemos, tienes que abandonarla.

Posiblemente los recuerdos sean cosas de la añoranza de tiempos vividos.

Todos los años por estas fechas vuelvo a mi pueblo y saludo a personas que formaron parte de aquellos tiempos y me reavivan los recuerdos; sigo viviendo en la calle que lleva el mismo nombre, solo que no es la misma.

En aquellos años, en una calle de poco más de 50 metros había, que yo recuerde, y en el sentido de su numeración: un local para guardar granos de cereales, un horno para cocer el pan y dulces, una albardería, un estanco y un sastre, todo ello en los pares. En los impares, estaba el comercio de mi padre, que rezaba en su tarjeta de visita como “Diego Saavedra Chinarro, Bazar, loza fina, cristal y porcelana”; por encima una taberna, un sastre con pluriempleo de sereno, un taller de ojalatero, un señor que hacía de cartero temporal y trabajos de artesanía en cuero y similar, y terminaba en una casona donde vivía una familia que se dedicaba a la labor y otros trabajos y que con su segunda puerta daba a lo que se conocía como “llano de Chapín” por tener la familia que regentaba un comercio de ultramarino y coloniales este apodo. Recuerdo también haber conocido alguna casa que desempeñaba un bien social, se conocía como “casas de por Dios”, solían ser inmuebles muy reducidos propiedad del Ayuntamiento que daba cobijo a familias con mínimos o nulos recursos económicos; la casa desde la que arranca mi calle era en aquellos años una carbonería, y en su patio está el naranjo que da nombre a la vía.

Mi calle estaba viva, por las mañanas te despertaba el golpeteo grave del mazo de madera sobre el bálago para fabricar albardas, en disonancia con el agudo que producía el repiquete del martillo sobre el latón del ojalatero fabricando canalones, o reparando algún puchero agujereado por las horas de uso. Se oían voces de gente pasar a “la plaza” a mercar lo que hubiera ese día; por las tardes eran corrientes las tertulias, en tiempo de ellas, y en verano, las nocturnas; los niños corríamos, nos caíamos, reñíamos…, había calor y color humano.

Me gustaba más entonces, incluso con aquellos cantos que hacían de empedrado a los que llamábamos “gorrones”, más que ahora con tantos parches de cemento como “gorrones” antaño.

Hoy mi calle con algo más de luz artificial, no mucha por cierto, esta callada, casi vacía de personas; escasamente cuatro familias se mantienen durante todo el año, no se escucha casi a nadie pasar, no hay un solo negocio ni oficio, solamente durante el verano toma algo de actividad por aquellos que volvemos a nuestros orígenes y aportamos voces de niños, normalmente de nietos.

De justicia es reconocer que los vecinos que ahora ocupan sus casas nos acogen a los temporales con los brazos abiertos, lo que es de agradecer, sabemos que siempre están ahí.

Pero cierto es que me da lástima, ¿será la melancolía que nos atrapa con los años?, ¿será mi calle el fiel reflejo de mi pueblo, o de mi Extremadura?

Termino emulando a aquel poeta que antes mencionaba y que en aquellos versos de su Retrato decía: “(…) mi soliloquio es plática con ese buen amigo/ que me enseñó el secreto de la filantropía (…)”.

No desdeño ni la plática ni la filantropía. 

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