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Los mil y un tenedores de Cáceres

Qué ver y qué probar en Cáceres, Capital de la Gastronomía de España en 2015. Un viaje por la provincia y la ciudad de Cáceres con paradas en Trujillo, Plasencia, Hervás y otros rincones de Extremadura.

La consideración de Capital española de la Gastronomía hará las delicias del 2015 y quizá sirva para poner en valor, aunque sea de manera espumeante, el patrimonio cultural que se corta y marida, fríe,  hierve y condimenta cada vez que uno se sienta a la mesa extremeña. Pasada la titulitis quedará lo de siempre: el producto de la tierra, tradiciones sabrosamente antiguas, guisos con amor, la paciencia de la lumbre y el talento de los hijos que contemporizan el recetario de los abuelos. Las huellas de esa salsa milenaria y rural, humilde pero inigualable, se pueden ir mojando mientras dure un viaje por una ciudad, Cáceres, la villa de los mil y un escudos, y su provincia, que este año darán mucho que probar.

En el Valle del Ambroz, y no sólo, las cocinas han sido el corazón de las casas, de las vidas de sus vecinos. Y su clima, una bandeja de frutas, setas y carne durante todo el año. Hasta de pescados; aunque de agua dulce. Aquí lo del producto no es de ahora, si no de siempre. Y el milagro de su embutido se reparte al 50% entre los ganaderos y los artesanos del pimentón como Ramón Mirón, cuarta generación al frente de Pimentón Santo Domingo, en Aldeanueva del Camino, miembro de la DO Pimentón de la Vera, custodia de ese invento monacal que, gracias al pimiento americano y con permiso del murciano Monasterio de San Pedro de La Ñora, salió del de Yuste. “Aquí seguimos trabajando casi igual que hace 400 o 500 años, con molinos de piedra y ahumando el pimiento con humo de encina o de roble, lo que le da unas características organolépticas especiales y hace que el embutido tenga más duración.” Quizá por eso de Extremadura, y no de ningún otro lugar, es típica la morcilla patatera, tapa de soportal y vino de pitarra, de paseo empedrado por Trujillo o Plasencia donde, por cierto, se celebra otra de las fiestas gastronómicas por excelencia: el Martes Mayor.

Porque no hay fogón ni mesa, por muy altos o caros que sean, que no pase por un mercado como éste, celebrado casi sin excepción, ni más cambios que los de la apariencia, desde hace ocho siglos. Colores y sabores que aún te regalan al pasar, para convencerte, y que llevan adheridos los granos de la tierra. Olores que, como el del pimentón ahumado, suben por las narices y lo invaden todo, densos y peculiares, intensos como pocas veces reclama ya un consumo de medias tintas y verdades que, si no arrancan aquí, en el campo, tampoco rematan la jugada.

Dehesas, conventos y rebaños

Así que al urbanita no le queda otra que deambular por la dehesa y aprehender su paisaje de encinas escoltadas por espinos blancos, de cerdos trotones y con piercings y fincas antiguas de chimeneas multitudinarias y bancos corridos donde se secaban los jamones y se preparaban las migas. En la de Casa Blanca su oferta de carne ecológica va salpimentada de Arqueología y anécdotas que podrían ser históricas si no fuera porque apenas han cumplido los 50, los 60, años. Pero parecen historias, a veces, de otros mundos.

Como las que narran, media sonrisa beatífica colgando del rostro entocado, las monjas jerónimas de Garrovillas de Alconétar, hacedoras de dulces de tiempo y almendras. Ni siquiera el nombre de las más típicas, cagajones, evita que la boca se haga agua cuando aparecen tras el torno, casi tan relucientes como el altar de su capilla. ¡Cuántos siglos se acumulan en cada pasta, en cada hojaldre, en cada rosquilla! En algunos casos, incluso, trucos de religiones perseguidas, como la hebrea, que se quedó en Hervás, aunque perdiendo el sentido, en forma de sopas dulces y nuégados, igual que en el cazo de la leche de Lucena, en Andalucía.

Y frente al talento de la, aunque más relajada, clausura, la prueba-error de los viajeros del campo, los pastores, nómadas de alpargata y radio, de bota, manta, perro y rebaño. ¿O es que decir Cáceres no es dibujar un queso, redondo y amarillo, intenso, de cuñas como el de los Ibores o de unte, en caliente o frío, con pimentón incluso, como los del Casar y la Serena? Otro punch a los sentidos y la emoción, casi tan intenso como un paseo nocturno por el casco antiguo de la ciudad que ampara estas delicias, repartidas por el territorio en el que campeó su perfil amurallado.

Puntos de partida con larga vida

Cáceres, la de las torres desmochadas por una mujer de comer moderado y enemiga del ajo, Isabel la Católica; la de las casas fuertes de nobles desconfiados e intrigantes; la que aún aviva leyendas palaciegas de tragedias familiares y princesas aztecas, hito monumental en la Vía de la Plata y el Camino de Santiago; lo que de vitalidad mundana le falta a su Casco Histórico, Patrimonio de la Humanidad, se le acumula en insomnio al paseante, apabullado por los sillares y los escudos, los animales fantásticos del Plateresco, las gárgolas humanoides y las dovelas por las que trepan yedras e higueras centenarias, como la del Palacio de los Carvajal, que nos habla, aunque necesitemos un traductor para entenderlo, de sus vínculos musulmanes.

Que no tenga que venir el New York Times a decirnos que Cáceres, la ciudad y la provincia, son uno de los 52 lugares imprescindibles para visitar en 2015. Que no tengamos que esperar a que se declare Capital de la Gastronomía para charlar y reír en torno a sus mesas ni sean los concursos online los que nos enseñen que lo de siempre sabe y huele, cruje o se deshace como nunca, susurrándonos la Historia, alimentando el futuro. O que, de ser así, sean estos los principios de un descubrimiento con larga vida.

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