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En homenaje a Carlos Vilardebo

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El pasado 5 de junio falleció en un pueblo del Rosellón francés (Aubais), en el que se refugió después de su larga estancia garrovillana, Carlos Vilardebó, “el francés” de Garrovillas, aquel personaje discreto que vivió entre nosotros desde 1985 a 2004. Muchos lo recordaréis paseando con su perro “Darwin”, camino del apartado de correo o de la churrería para recoger el periódico de cada día, deambulando por las callejeas y los campos o recogiendo de los vertederos un
ladrillo viejo, un trozo de madera o un cerrojo herrumbroso… Tardamos años en saber que aquel avecindado “raro” era todo un personaje. Incluso muy pocos, y muy tarde, supimos que en 1970 obtuvo el primer premio de cine artístico en el festival de Cannes o que se le rindió un homenaje en el Festival de cine de Montreal en 1972, y tantas otras cosas de quien nos hizo el honor de ser, durante 20 años, el “francés de Garrovillas”.

Carlos Vilardebó, allá por los años 70 del pasado siglo, era un cineasta francés reconocido y premiado. En 1976 le televisión francesa le encomendó la dirección de una serie de grandes reportajes dedicados a los ríos de Europa. Llegó a Garrovillas con el equipo de producción rodando escenarios de nuestro “padre” Tajo. Carlos se enamoró de la plaza de Garrovillas. Y como estaba al borde de una jubilación voluntaria y peripatética, quiso comprarse una casa en la Plaza Porticada. La encontró en la calle Hierro. La restauró con espíritu franciscano: sencillez y blancura. Como su embelesamiento por Garrovillas, su plaza, sus rincones, sus callejas, continuaba, y como además había encontrado el calor de la vecindad -Teodora, Dori, Mary, Miguel-, Carlos decidió edificar una casa en un huerto. La historia de la construcción de la Casa de la Vega del “francés” merecería la escritura de un libro. Si recuperársenos los dibujos de diseño de Carlos, las acuarelas de cada uno de sus rincones, su lucha para que cada estancia tuviera la luz debida, fuera oblicua o perpendicular, confeccionaríamos un libro de arte extraordinario. ¡Su mano, grabada en el enfoscado de la fachada! Salía al jardín cada atardecida para recibir a los bandos de gorriones que dormían en los frutales de su huerto.

 

 

Un día me llamó para que le ayudara a identificar el silbo de un pájaro desconocido. En otra ocasión me abroncó porque recogía del césped las naranjas o los limones. ¡No! Los frutos, tal cual habían caído, eran decoración de la tierra… ¡El gozo de Carlos cuando florecían las bignonias de la entrada! Un día se dejó convencer para que hiciéramos en Cáceres una exposición de su obra, sus acuarelas. Se celebró en la mejor sala de exposiciones de la capital. Se editó un catalogo ilustrado que, hoy día, lo buscan los coleccionistas. En él escribió un texto prodigioso: “Reflexions sur l´aquarelle”. Se molestó porque afirmé en el prólogo que el artista era una especie de “monjelaico que oficia el culto a la belleza en un pueblo de Extremadura”.

Pero Carlos estaba por aquellos días melancólico. Era un conversador “existencialista”. Pocas veces he visto tanta congruencia entre la honradez y el pensamiento. Un filósofo que dominaba la cita exacta de los grandes artistas y de los pensadores que crearon nuestra cultura. No olvidaré una visita que juntos hicimos a la colección Thyssen en Madrid. ¡Lo sabía todo de cada pintor, de cada cuadro, de cada detalle! Quise enseñarle la obra de un conocido pintor español realista. Me mostró las razones por las que aquellas naturalezas muertas que a mí me parecían extraordinarias, “no tenían vida”. Decía que Carlos en aquellos años, en las conversaciones de la huerta, estaba melancólico. Me confesó que su estancia en Garrovillas se terminaría el día que le dejara de acompañar “Darwin”. “Darwin” murió y Carlos comenzó a empaquetar sus bártulos: sus libros, sus cuadros, aquellos cuadernos de etnografía africana ilustrados por él mismo, algunos de los objetos garrovillanos…Mi vida en Garrovillas se dividió entre “antes” y “después” de Carlos. “El francés” de Garrovillas fue un prodigio, un regalo, un milagro del que gozamos frotándonos los ojos de la suerte que tuvimos de gozarlo.

De cuando en vez, tenía la precaución de enviarle un correo para ver si contestaba…Le contaba que habíamos creado una asociación para proteger la plaza porticada, que hacíamos jornadas de historia, que tratábamos de promocionar el órgano de Santa María…El contestaba escuetamente y se alegraba. Hace unos días Martine, su compañera, me escribió y sin leerlo, supe que Carlos había muerto. Murió con 92 años en un pueblecito del mediodía francés parecido a Garrovillas. Me mandaba una foto reciente y me pedía una única cosa: “me gustaría que le dijera a Teodora de la posada y su familia, su hija Dori, cuya dirección no tengo. Mari y Miguel de la calle Fraguas. Mari lo había llamado hacía poco, una sorpresa ! también Javier y Mari Carmen que vivían frente a Carlos calle Vega. No hablo español suficientemente bien como para hablar con ellos. Y sobre todo, tengo demasiada tristeza para hablar sin llorar”.

Yo sé que cada uno estamos hecho de las huellas que otros han dejado en nosotros, y que lo mejor de nosotros, tal vez, pertenezca a ellos. Los garrovillanos que tuvimos el privilegio de tratar a Carlos Vilardebó, aquel personaje “raro” que se condolía cada vez que la piqueta derribaba una casa vieja, tenemos algo que agradecerle.

José Julián Barriga Bravo

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